La impresión de movimiento en escultura es una de las búsquedas más constantes en la historia del arte. En la naturaleza de la escultura es inherente el desafío de poner al material de nuestra parte, como lo es el desafío que presenta su principal hándicap superado el hieratismo: la inmovilidad. Escultores de todos los tiempos y estilos han buscado como primer objetivo o recurso secundario la ilusión de movimiento en el material inerte, desde el Discóbolo de Mirón, pasando por el Moisés de Miguel Ángel, hasta las esculturas andantes impulsadas por el viento de Bio Jansen. El movimiento en la escultura se puede interpretar de diversas formas y podríamos incluir muchas variantes.
Vamos a centrarnos en los aspectos de análisis más sutiles, ya que pueden abarcar un espectro más amplio para entender la escultura de todos los tiempos: cómo sería la sensación de desplazamiento potencial; cómo contribuye o contradice la elección de un material u otro en la sensación de movimiento o de dinamismo en una escultura; o cómo se interpreta la intención del movimiento. Huiremos de planteamientos efectistas que aluden a una lectura rápida de lo que sucede en el objeto y vamos a plantear, en primer lugar, una reflexión acerca de la intención del movimiento en relación con el material empleado.
Observemos estas dos imágenes. Se trata de una famosa obra del futurismo italiano, Formas únicas de continuidad en el espacio (1913), del artista Umberto Boccioni, y El hombre que camina (1961), del escultor Alberto Giacometti.
¿Qué intenciones podría tener cada pieza? ¿Se podría afirmar que el material empleado es el adecuado para lograrlo? ¿Y la textura o el lenguaje? ¿Logra mejor una de ellas lo que persigue?
Fijémonos en el material empleado: En el caso de la escultura de Boccioni, el material es bronce pulido. Este material es propicio para imprimir velocidad, dinamismo, la luz resbala sobre la superficie y genera un juego constante de brillos y sombras. La superficie lisa permite que no se detenga la mirada, sino que fluya. La pieza de Giacometti es también un vaciado de bronce, sin embargo, está tratado de forma muy diferente, la textura es rugosa y la superficie no está lijada ni pulida, la incidencia de la luz en ella no destaca sobre otros factores. La textura nos habla de esa forma de modelar tan característica de Giacometti, que añade fragmentos de material aditivo que aparentemente no repasa y va modelando de forma orgánica.
La obra de Boccioni recoge, a su manera, los anhelos del futurismo, la desintegración de planos, la potencia y la velocidad. Lo hace de forma curiosa, ese hombre robusto y desintegrado en planos curvos y afilados nos resulta amenazante y, al contrario de inspirarnos velocidad, destila dificultad al caminar. Las dos peanas actúan como si ese personaje hubiera metido los pies en dos bloques cúbicos de cemento de los que no puede desprenderse, una especie de robot atrapado por dos pesos que le impiden caminar. Ese «detalle» neutraliza toda intención de velocidad, y vanos son los esfuerzos por presentarnos un dinamismo que la misma pieza no puede alcanzar por estar anclada.
El hombre que camina representa a un hombre humilde o a cualquier hombre, universal, símbolo de la «propia fuerza vital del hombre». Su base es lo suficientemente grande como para obviarla como extensión del suelo; su textura es reposada, no inciden en ella más agentes que la propia forma, la mirada es detenida; su forma es esquemática, no está personificada, es anónima. En su paso se intuye el movimiento siguiente sin necesidad de estridencias, un paso calmado, discreto y nada sobreactuado. No solo la figura está esquematizada, sino también la propia intención de movimiento. No tiene una postura natural, pero logra ser dinámica dentro de su hieratismo, su simplicidad. Giacometti, con su particular forma de ver e interpretar la realidad, quería dar la sensación de movimiento efectivo a su escultura y el resultado resulta cautivador, porque esa intención se torna en pura contención, en «quietud en movimiento» que logra de forma efectiva una proyección de desplazamiento.
Otro ejemplo muy clarificador de la relación entre material e intención es el alto relieve de mármol de Jules Dalou, el Monumento a Levassor, de principios del XX. Su temática es el primer coche y la primera vez que alguien conducía durante 48 horas seguidas.
¿Qué problemas o contradicciones podría tener esta pieza? ¿El material está bien elegido para el concepto que maneja y el fin que quiere lograr el autor? ¿Se podría decir que el estilo está en sintonía con el tema?
En esta ocasión la respuesta es más sencilla. Hay claros problemas con la elección del material y contradicciones encantadoras de estilo. ¿Cómo es posible transmitir la velocidad que percibía la gente al encontrarse este coche en marcha utilizando el mármol y metiendo la escena en un monumento? A veces la disciplina del oficio y las posibilidades del momento no son acordes con el concepto principal que se quiere transmitir.
Hay otro tipo de movimiento implícito más allá de la propia intuición de movimiento en el objeto, sería el desplazamiento que una escultura provoca en el espectador. En escultura, el movimiento del observador es clave para su visión. A diferencia de la pintura, que habitualmente tiene un solo punto de vista, la escultura trabaja las tres dimensiones y es obligado pasear alrededor de ella para captar la totalidad de la pieza. Este principio se lleva más allá cuando la escultura es más que un objeto aislado que observar y se convierte en uno o varios elementos situados en un espacio determinado con los que el espectador ha de relacionarse para apreciarlos. Esta invitación a la interacción a veces se convierte en algo forzoso más que voluntario. Vamos a verlo:
Richard Serra (Estados Unidos, 1939) es sin duda uno de los mejores escultores en activo del mundo. Comenzó adscrito al minimalismo, movimiento en el cual se le sigue encasillando, pero también pasó por el land art, movimiento por el que se le considera en la actualidad un gran generador de espacios. Además, trabaja el acero corten, de manera que es destacada su obra exterior con piezas de gran formato, con las que altera, reinventa y propone lugares.
La materia del tiempo (‘The Matter of Time’) (1994–2005) es una instalación de ocho esculturas de enorme formato de acero expuesta permanentemente en la sala 104 del Museo Guggenheim de Bilbao: «único espacio en Europa cuyas características permiten albergar estas impresionantes obras». Esta instalación, que es parte de la colección del museo, es considerada por el autor como la creación más importante de su carrera.
Recorrer las ocho piezas resulta una experiencia fascinante. Entrar en la invitación al movimiento que propone el autor caminando por su exterior, pero sobre todo por el interior de sus piezas, merece la visita al extraordinario museo. Serra mueve al espectador generando diferentes estados en la percepción. Se experimentan continuas transformaciones que tensionan nuestra percepción durante el paseo, desde el vértigo a la calma; no solo el espectador se mueve, parece moverse el espacio y la materia alrededor. Los pasillos de diferentes proporciones que generan las superficies de acero proponen de forma imprevista espacios abiertos o angostos, largos o cortos, en los que no solo el plano horizontal varía; las paredes verticales se inclinan hacia dentro y hacia fuera, y generan un desconcierto en el propio eje de gravedad al crear un desequilibrio físico constante que convierte el paseo en, más que una sensación, una experiencia perceptiva.
Serra ya impuso su idea de escultura en la ciudad de Nueva York y con ello originó una fuerte polémica en los años ochenta. Su famosa obra Arco Inclinado (‘Tilted Arch’), instalada en 1981 en la mitad de la Plaza Federal, tenía 3,5 m de altura con una longitud de 40 m. Los viandantes que cruzaban cada día la plaza se topaban con una pared de metal que se veían obligados a rodear. Una votación pública pidió su retirada y el autor exigió su destrucción, ya que la obra, como todas las que concibe, había sido creada para el lugar. Finalmente, la escultura fue convertida en chatarra. Serra fuerza el desplazamiento del viandante y logra abrir un encendido debate acerca de la capacidad del arte para alterar un espacio público.